"Cirugías, silencio y duelo: las mujeres que el sistema falló"
En semanas recientes hemos visto las historias de mujeres y niñas que murieron tras acudir “al médico”: Paloma Nicole, de 14 años, fallecida después de una cirugía estética en Durango; la estadounidense de 60 años que perdió la vida en una clínica privada de Reynosa, Tamaulipas. Son tragedias que se convierten rápidamente en una sola palabra: negligencia.
Durante años se repitió que los errores médicos serían “la tercera causa de muerte”. Esa cifra, muy atractiva para los titulares, provenía de extrapolaciones frágiles. La revisión más reciente de la literatura, sintetizada en el ensayo “Error médico y mortalidad hospitalaria 2025” de los doctores Rodolfo Palencia Díaz y Rodolfo de J. Palencia Vizcarra, señala otra cosa estimando que alrededor del 3% de las muertes hospitalarias podrían considerarse prevenibles tras una revisión clínica rigurosa.Tres por ciento parece poco, pero en un hospital que registra mil defunciones al año significa treinta muertes potencialmente evitables. Estos análisis también recuerdan que la mayoría de las muertes hospitalarias sucede en personas con enfermedades muy avanzadas; no todo desenlace doloroso es sinónimo de mala práctica.
México ofrece un escenario especialmente vulnerable. Por un lado, vivimos un auge de turismo médico y cirugías estéticas: en 2024 el país recibió cerca de 1.4 millones de pacientes extranjeros y una proporción importante acudió a procedimientos de belleza. Por otro, Cofepris ha clausurado decenas de clínicas clandestinas en los últimos años, muchas con “paquetes” estéticos y escaso control sanitario.
En ese caldo de cultivo se inscriben las muertes de mujeres jóvenes asociadas a cirugías múltiples en un solo tiempo, personal sin certificación, infraestructura insuficiente y consentimiento informado reducido a un formulario apresurado.
A ello se suma una violencia más silenciosa: la que ocurre en los servicios de salud reproductiva. En Coahuila, por ejemplo, estimaciones recientes señalan que hasta tres de cada diez mujeres han sufrido algún tipo de violencia obstétrica durante el embarazo, el parto o el puerperio. No siempre termina en muerte, pero erosiona la confianza hacia el sistema y empuja a muchas a evitar los servicios formales.
Las historias de mujeres fallecidas en Durango o Reynosa también exhiben la fragilidad de nuestros mecanismos de protección. Muchas clínicas operan con licencias ambiguas, los cirujanos ostentan credenciales difíciles de verificar y la supervisión estatal suele llegar después del funeral. La reciente “Ley Nicole” en Durango, que prohíbe las cirugías estéticas en menores de edad y endurece las sanciones a médicos y padres, intenta cerrar ese vacío regulatorio.
Pero mientras no exista un registro nacional de eventos adversos y una vigilancia articulada entre federación y estados, seguiremos reaccionando caso por caso, hashtag por hashtag.
¿Qué hacer entonces? Abandonar el falso dilema entre “defender al gremio” o “hacer justicia a las víctimas”. Reconocer que el error médico existe y que puede matar no implica linchar a toda la profesión, sino construir sistemas que aprendan. Cada muerte sospechosa debería detonar una revisión clínica independiente, con participación de comités de seguridad del paciente y, cuando proceda, de autoridades judiciales, pero también con retroalimentación obligatoria para los equipos de salud.
Fijar reglas claras para un mercado que crece más rápido que su regulación. Ninguna clínica que ofrezca cirugías de alto riesgo debería operar sin terapia intensiva disponible, sin cirujanos certificados por los consejos correspondientes ni sin una póliza de responsabilidad civil visible para el paciente. La publicidad engañosa en redes debe tratarse como un riesgo sanitario, no solo como un asunto de consumo.
Incorporar de manera efectiva la perspectiva de género en la seguridad del paciente. No es casualidad que la mayoría de los casos que hoy indignan al país tenga rostro de mujer: son ellas quienes se someten con mayor frecuencia a cirugías estéticas, quienes enfrentan violencia obstétrica y quienes cargan con la mayor mortalidad por cáncer de mama en regiones como La Laguna, donde las muertes por este tumor han aumentado más de 60 % en una década. Sin datos desagregados por sexo y sin auditorías clínicas con enfoque de género seguiremos ignorando patrones evitables.
Por último, es urgente hablar con la verdad también hacia la población. La medicina no es una lotería cruel ni los hospitales son trampas mortales; la enorme mayoría de los actos médicos en México se realiza con profesionalismo y sale bien. Pero tampoco podemos normalizar que niñas de 14 años mueran por implantes mamarios o partos, o que mujeres crucen la frontera o el país entero para terminar en clínicas fantasmas. Entre el alarmismo y la negación hay un camino de responsabilidad compartida: autoridades que regulan, instituciones que aprenden, profesionales que rinden cuentas y pacientes que reciben información clara antes de firmar un consentimiento. Cada muerte evitable es un fracaso del sistema entero, no solo de la mano que sostuvo el bisturí.