Enfermar y arruinarse no deberían ir de la mano " Gro Harlem Brundtland
En México, el derecho a la salud es una promesa constitucional que, para millones de familias, se queda corta frente a la realidad. Los datos más recientes de la Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares (ENIGH) muestran un panorama preocupante: entre 2018 y 2024, el gasto de bolsillo en salud —lo que las familias pagan directamente para atenderse— creció 41.3%, muy por encima del crecimiento del gasto total de los hogares.
Este aumento no es un fenómeno aislado. Coincide con una etapa de profundas transformaciones institucionales: la desaparición del Seguro Popular, la creación y extinción del INSABI, y la llegada del IMSS-Bienestar. Cambios que, lejos de mejorar la protección financiera, han evidenciado las carencias estructurales del sistema de salud y han empujado a las familias a cubrir con sus propios recursos lo que debería garantizar el Estado.
Cuando la salud se convierte en un riesgo financiero. El gasto de bolsillo no debería superar el 20% del gasto total en salud de un país, según la OMS. En México, ronda el 41%, más del doble de lo recomendado y uno de los niveles más altos en América Latina. Esto significa que gran parte de la atención médica, medicamentos y procedimientos se paga directamente del bolsillo familiar, sin mediación de seguros o programas públicos.
El resultado es alarmante: en 2024, 1.11 millones de hogares incurrieron en gastos catastróficos, es decir, destinaron más del 30% de su capacidad de pago a salud. Cada hogar representa en promedio 3.2 personas, lo que equivale a 3.5 millones de mexicanos en riesgo de empobrecimiento por motivos médicos.
Peor aún, 287,000 hogares cayeron en pobreza ese mismo año debido a gastos de salud. Este empobrecimiento directo golpea con mayor fuerza a estados como Veracruz, Chiapas, Oaxaca, Puebla y Guerrero, donde la cobertura pública es más frágil y las familias tienen menos margen para afrontar imprevistos.
La desigualdad que agranda la brecha. El impacto del gasto de bolsillo es profundamente regresivo. En 2024, el 10% más pobre de la población destinó en promedio 17.8% de su ingreso a salud, frente al 9.6% que gastó el 10% más rico. En términos relativos, las familias más pobres sacrifican casi el doble de su presupuesto, a pesar de tener menos acceso a servicios de calidad.
Si miramos la evolución, la brecha se agranda: entre 2018 y 2024, los hogares más pobres incrementaron su gasto en salud en 882%, mientras que en los más ricos el aumento fue de 196%. No es solo un tema de cifras: es un ciclo de pobreza y enfermedad que se retroalimenta.
A esta inequidad se suman las disparidades territoriales. Los hogares rurales, aunque gastan menos en términos absolutos, destinan una proporción mayor de sus ingresos (4.4% contra 3.2% en zonas urbanas) y enfrentan mayores barreras geográficas y de infraestructura para recibir atención.
Lo que más vacía el bolsillo: medicamentos y consultas. El componente más costoso para las familias es la compra de medicamentos, que representa el 31.3% del gasto total en salud. En segundo lugar están los servicios médicos ambulatorios (29.3%). El dato es revelador: más del 60% de los gastos catastróficos provienen de medicamentos y consultas, servicios básicos que deberían estar cubiertos por el sistema público.
La escasez de medicamentos en hospitales y clínicas públicas obliga a comprarlos en farmacias privadas, con precios frecuentemente inflados. Esto, junto con la fragmentación del sistema y la falta de un paquete básico universal garantizado, explica buena parte de la carga económica sobre las familias.
Señales de privatización por necesidad. Un dato a destacar es el crecimiento en el gasto en seguros médicos privados, que pasó de niveles marginales a representar el 10.5% del gasto total en salud en 2024. No es un lujo: para muchos es una forma de protegerse ante la incertidumbre y el deterioro de los servicios públicos.
De forma similar, ha aumentado la inversión en medicina alternativa (5.7%) y en aparatos ortopédicos y terapéuticos (5.9%), reflejando tanto nuevas estrategias de cuidado como la insuficiente cobertura pública en áreas específicas.
El reto: pasar de las cifras a las soluciones. El diagnóstico es claro: México enfrenta un problema estructural que amenaza el bienestar y la economía de las familias. Las soluciones requieren ir más allá de ajustes administrativos y abordar el fondo del sistema. Entre las medidas urgentes destacan:
- Incrementar la inversión pública en salud hasta el 6% del PIB, como recomienda la OMS, para reducir la dependencia del gasto de bolsillo.
- Restituir mecanismos de protección contra gastos catastróficos, eliminados con la desaparición del Seguro Popular.
- Fortalecer el abastecimiento de medicamentos y regular precios en el sector privado.
- Implementar un paquete básico universal de servicios accesible en cualquier institución pública y, eventualmente, privada.
- Proteger a los grupos más vulnerables, como adultos mayores, personas con discapacidad y mujeres embarazadas, con esquemas de aseguramiento efectivos.
Estimados lectores, entre 2018 y 2024, el gasto de bolsillo en salud creció a un ritmo 20 veces superior al del gasto total de los hogares. Este incremento no solo refleja el impacto de la pandemia y la inflación, sino también una falla de origen: la falta de un sistema de salud verdaderamente universal, con financiamiento suficiente y acceso equitativo.
Si no se toman medidas estructurales, las familias seguirán cargando con una factura que no les corresponde, mientras el país se aleja de cumplir el derecho a la salud y las metas de la Agenda 2030. El momento para actuar es ahora, antes de que la salud de millones siga dependiendo más del tamaño de su bolsillo que de su condición de ciudadanos.