"Lo que no se mide no se puede mejorar"
La más reciente medición de la pobreza multidimensional en México, publicada el 13 de agosto de 2025 por el INEGI, ofrece un dato alentador: 38.5 millones de personas viven en esta condición, frente a los 46.8 millones en 2022. De ellas, 31.5 millones se ubican en pobreza moderada y 7.0 millones en pobreza extrema. Sin embargo, detrás de esta aparente mejora persiste una herida abierta: la carencia en salud continúa siendo una deuda pendiente y, en varios aspectos, se ha agravado.
En estas mediciones, el INEGI no “supone” quién tiene acceso a los servicios de salud: lo determina mediante preguntas directas en la Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares (ENIGH), siguiendo la metodología establecida por el CONAPO y, anteriormente, por el CONEVAL. Se indaga si la persona está afiliada a algún servicio de salud, a cuál, si ha recibido atención médica y si tuvo que pagar por ella. Así, se mide tanto la cobertura nominal como el uso efectivo de la atención.
Una persona se considera “carente” si no está afiliada a ninguna institución pública o privada, o si, aun estándolo, no tiene acceso efectivo por lejanía, falta de atención o ausencia de personal. No basta la existencia de un hospital o la afiliación en papel: se exige la posibilidad real de recibir atención.
Ejemplos claros: una mujer urbana afiliada al IMSS, con clínica cercana y consultas en el último año, no es carente. Un hombre rural con IMSS-Bienestar, cuya clínica está a dos horas, sí lo es. Una niña con ISSSTE pero sin médico en su unidad y sin consultas registradas, también podría clasificarse como carente si la falta de atención es permanente.
Los datos son contundentes. En 2018 había 20.1 millones de personas con carencia de acceso a la salud; en 2020, 35.7 millones; en 2022, 50.4 millones; y en 2024, 44.5 millones. Esto es 121% más que en 2018, evidenciando las consecuencias de decisiones institucionales: desaparición del Seguro Popular y del “Seguro Nueva Generación”; creación y abrupto fin del INSABI, programa estrella y luego estrellado de la actual administración; transición al IMSS-Bienestar; recortes presupuestales históricos; desaparición del Fondo de Gastos Catastróficos que financiaba la atención de más de 60 enfermedades graves, como todos los cánceres infantiles; y fallas en la compra, distribución y entrega de medicamentos, vacunas y dispositivos médicos.
A ello se suma la fragmentación institucional de hospitales e institutos nacionales de salud, debilitando la red pública. El resultado: millones de mexicanos sin acceso efectivo a servicios públicos de salud.
Pero el deterioro no se mide solo en afiliación. El mismo INEGI, a través de la ENIGH, muestra que entre 2018 y 2024 el gasto de bolsillo en salud creció 41.3%, muy por encima del 2.1% que creció el gasto total de los hogares. Este incremento, registrado mientras se prometía atención gratuita y universal, revela que cada vez más familias deben financiar de su bolsillo lo que el Estado debería garantizar.
El impacto es profundamente desigual: en 2024, los hogares del 10% más pobre destinaron 17.8% de su ingreso a salud, frente a solo 9.6% en el 10% más rico. Y cuando se eliminan las transferencias sociales del cálculo, la carga para los más pobres se reduce pero sigue siendo desproporcionada.
Más grave aún, 1.1 millones de hogares incurrieron en gastos catastróficos por motivos de salud en 2024, afectando a 3.5 millones de personas; además, 287,000 hogares cayeron en pobreza directamente por este motivo. Son familias que dejaron de pagar renta, educación o alimentación para cubrir una cirugía, un parto, un tratamiento oncológico o simplemente medicinas básicas.
La evidencia contradice el optimismo oficial. En el terreno, los encuestadores recogen testimonios de escasez de medicamentos, infraestructura insuficiente, médicos limitados y clínicas saturadas. No es casual que el rubro más grande del gasto de bolsillo sea la compra de medicamentos, que representa el 31.3% del gasto total en salud, seguido por consultas y servicios médicos.
Esta privatización de facto de la salud —a costa de los bolsillos de los más vulnerables— es resultado de una política pública errática, más enfocada en la centralización administrativa que en garantizar el acceso efectivo. La transición institucional del sector salud ha sido costosa para las familias: mientras el gobierno federal presume cobertura, la realidad es que la cobertura efectiva se ha reducido respecto a 2016 y el gasto de bolsillo ha escalado a niveles que nos colocan entre los países de la OCDE con menor protección financiera.
Porque lo que se mide, se puede mejorar. Y lo que hoy medimos nos dice que, aunque la pobreza multidimensional bajó en el papel, millones siguen pobres en salud. Y esa pobreza —la que golpea en la enfermedad— es la que más duele y la que más empobrece.